Tini
-¿Cómo va la enferma ? -dijo el médico,
entrando a una pieza en la que varias personas hablaban en voz baja.
-No está bien -contestó una de ellas.
-Perfectamente -repuso el doctor y penetró
con precaución en la habitación contigua, que era un espacioso dormitorio bien
amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras blandas y lujosos adornos.
Una lámpara opaca alumbraba escasamente
con su luz indecisa el aposento, cuya atmósfera denunciaba la presencia de
perfumes y la permanencia de personas cuidadas; había olor a recinto habitado
por dama distinguida.
La enferma se hallaba acostada de espalda,
en un lecho limpio y acomodado.
Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las mujeres de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.
Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las mujeres de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.
El doctor, mirando fijamente a la dama y
tomándole la ramo, medio en uso de su profesión, medio en forma de saludo,
preguntó:
-¿Cómo ha pasado el día la señora?
-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele
todo; déme algo que me calme: ¡qué falta de compasión venir a esta hora!
-Señora, la mejor visita se deja para el
último, como los postres. Es necesario buscar la estética aun en el desempeño
de los más dolorosos deberes.
-Usted tiene siempre disculpas.
-Y usted jamás tiene necesidad de ellas.
-Cúreme y le perdonaré su indolencia.
-Usted será atendida con toda la
prolijidad de que yo soy capaz.
En seguida hizo un interrogatorio detenido
y explicó sus prescripciones.
………..
Junto a la cama de la enferma, recientemente
madre, había una cuna y en ella dormía sus primeros días un niño robusto,
envuelto en mil bordados.
El médico se acercó a él y después de
observarlo un rato, dijo:
-¡Será un famoso guardia nacional si la
naturaleza lo permite!
-Si Dios quiere, diga, doctor -objetó la
dama.
-Bien, si Dios quiere; en materia de
creencias tengo las de mis enfermas más distinguidas.
El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto por su médico al augurio relativo al recién nacido.
El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto por su médico al augurio relativo al recién nacido.
……..
La enferma se restableció pronto, y el
niño durmió mucho, lloró poco y se alimentó a satisfacción en los días y los
meses siguientes.
La madre lo cuidaba con esmero, no se
separaba de él durante el día y todas las noches se sentaba en la cama para
mirarlo largo tiempo.
Cuando el niño suspiraba, la madre se
sentía agitada, y cada tos y cada estremecimiento del pequeñuelo querido,
producía una alarma, pues el augurio del doctor con su correctivo, trotaba con
singular insistencia, durante las largas horas de vigilia, en la cabeza de la
madre.
Mientras tanto, el objeto de tales
inquietudes continuaba durmiendo sus días enteros y sus noches completas.
Cuando no dormía, tomaba el pecho. ¡Jamás se vio niño más dedicado a esas dos
ocupaciones!
A los diez meses dijo "mamá": la
casa se puso en revolución; después dijo "papá": un criado corrió a
buscar al aludido a su escritorio para anunciarle la gracia. Más tarde se paró
y dio algunos pasos, estirando los brazos para agarrar las manos que le
ofrecían.
En estos primeros ensayos recibió el nombre de Tini.
En estos primeros ensayos recibió el nombre de Tini.
¿Qué quería decir Tini? Nadie lo supo;
pero el apodo se quedó como nombre.
Tini comenzó a caminar y a conversar.
Tini comenzó a caminar y a conversar.
Se dio muchos golpes y dijo mil
barbaridades graciosísimas y comprometedoras; por ejemplo: llamaba papá a todo
el que veía con barba larga y su verdadero padre sólo obtuvo el título legítimo
a través de un montón de juguetes y caramelos regalados.
Tini era muy lindo; lo pedían del barrio para mirarlo y más de una vez, en sus excursiones, hizo de las suyas.
Tini era muy lindo; lo pedían del barrio para mirarlo y más de una vez, en sus excursiones, hizo de las suyas.
……………….
Un día Tini estuvo de mal humor; su mamá
dio por causa que tenía la boca caliente y que apretaba las encías.
Con este motivo los dedos de todos los
habitantes masculinos y femeninos de la casa, entraron en la boca de Tini,
hasta que el índice del papá, sucio de tabaco, descubrió un conato de
dentadura.
Tini echó un diente, no sin un gran
conflicto en el barrio y serias consultas al médico.
Escenas análogas se repitieron durante algún tiempo, y Tini presentó por fin una dentadura de ratón, chiquita, cortante, graciosa, que se mostraba sobre todo seductora en las sonrisas de su boca rosada.
Escenas análogas se repitieron durante algún tiempo, y Tini presentó por fin una dentadura de ratón, chiquita, cortante, graciosa, que se mostraba sobre todo seductora en las sonrisas de su boca rosada.
Inútil es añadir que de allí en adelante
Tini obtuvo el privilegio de morder los dedos que se aventuraban en
exploraciones peligrosas, y de desblocar todos los pedazos de carne que le
caían a la mano. Solía también mascar las cabezas de los soldados de palo que
le compraban; tales atentados motivaban invariablemente una visita médica.
El adorado y consentido Tini era sublime
de impertinente, y sus audacias increíbles para decir las cosas más crudas con
el mayor aplomo, sólo tenían su explicación en su inocencia singular respecto a
las conveniencias sociales.
Verdad es que cuando comenzó a hablar con
metáforas ininteligibles y a encontrar símiles solo tenía dos años y medio.
A pesar de sus franquezas y paradojas,
Tini gozaba del cariño de todos, y niños, mujeres, viejos y jóvenes se
disputaban su amistad y sus caricias.
Su cara y su cuerpo eran una perfección,
su carne era la más fresca de la naturaleza, su piel la más blanca, su muslos
duros y llenos, sus manos blandas, chicas, finas, con los dedos doblados hacia
el dorso.
¡Qué cabeza, qué pelo, qué ojos y qué
boca! ¡Si daba ganas de comérselo a besos! como decían las muchachas más
expresivas del barrio.
La boca principalmente era una delicia;
tenía gusto a leche con azúcar y causaba el tormento de su dueño quien tras de
cada beso, se limpiaba los labios con el brazo en prueba de disgusto.
Toda su ropa se parecía a él y lo
recordaba: sus botines sobre todo, eran adorables; gastados en el talón, algo
torcidos y rotos a la altura del dedo grande, eran toda una historia de las mil
ambulancias infantiles de su dueño.
Al mirarlos tirados en cualquier parte, la
imaginación los rellenaba con el piececito del niño, y uno veía asomar su
dedito rosado por el agujero de la punta.
Tini progresaba diariamente y su
inteligencia tomaba formas caprichosas y transcendentales.
A la edad de cuatro años emprendió una reforma capital de la gramática y atacó, desde luego, los verbos irregulares, con un encarnizamiento incomparable.
No decía "hecho" por nada de este mundo, sino "hacido"; el verbo "jugar" en su presente de indicativo, era para él como sigue:
A la edad de cuatro años emprendió una reforma capital de la gramática y atacó, desde luego, los verbos irregulares, con un encarnizamiento incomparable.
No decía "hecho" por nada de este mundo, sino "hacido"; el verbo "jugar" en su presente de indicativo, era para él como sigue:
Yo jugo,
vos jugás,
él juga,
nosotros jugamos,
ustedes jugan,
ellos también jugan.
vos jugás,
él juga,
nosotros jugamos,
ustedes jugan,
ellos también jugan.
En efecto, ya que el verbo no es
"juegar" sino "jugar". Tini tenía razón contra la Academia
que permite una barbaridad tan inútil.
………………….
Pasando los días, llegó un cumpleaños de
Tini; varias aves fueron muertas y preparadas para la comida; los parientes
recibieron su invitación oportuna. El niño anduvo tras de las personas que se
ocupaban de los preparativos, pero con cierta indolencia que no le era
habitual.
En la mesa estuvo caído, descontento y
haciendo esfuerzos el pobrecito, por ser cariñoso con los que lo festejaban.
Pidió levantarse antes de los postres y sin atreverse a abandonar la agradable
compañía, buscó un termino medio entre sus deseos y su malestar, acostándose en
un sofá.
La mamá comenzó a inquietarse aun cuando
se explicaba el caimiento del niño por lo agitado del día y por el cansancio
consiguiente.
Las visitas se despidieron; Tini puso su
mejilla o su boca, según el grado de afección, para que fuera besada, y ganó
pronto su camita, en la que se durmió en el acto.
Su sueño no fue tranquilo; la respiración
parecía anhelosa; silbaba mucho por la nariz y se daba vueltas con frecuencia.
Una mano sana puesta sobre la frente de Tini, habría notado un ligero aumento
de calor.
El silencio se había hecho en la casa,
pero había un sitio en que comenzaba a levantarse una tormenta: el corazón de
la madre; hubo unos ojos que no se cerraron y un cuerpo estremecido que se
revolvía en el lecho sin encontrar reposo.
…………….
A eso de las doce de la noche una figura
fantástica proyectaba su sombra en las paredes.
La madre se había levantado y se acercaba
en puntas de pie a la cama del niño.
…………………
Si yo fuera pintor y quisiera pintar un
cuadro que representara la fórmula de todas las inquietudes humanas, pintaría
una madre en camisa, con una vela en la mano, observando el sueño de su hijo,
cuando teme que le sobrevenga alguna enfermedad. ¡Cuánta preocupación
diseñarían sus facciones, cuánta zozobra y ternura mostraría su semblante,
cuánto temor descontado sobre la previsión de una futura desgracia!
……………..
La madre de Tini parecía la imagen del
dolor y la ansiedad. Estuvo un rato mirando a su hijo, suspiró profundamente y
se retiró con un millar de desdichas engastadas en el alma.
Tini se despertó de repente y quiso
quejarse, cuando le sobrevino una tos ronca y repetida.
………………..
Cien veces dijeron crup en el oído de la madre, los ecos
repitieron crup, las sombras de las cortinas, de las
molduras y de los adornos de la habitación, proyectadas por la luz escasa de la
lámpara, escribieron epitafios sobre los muros; la palabra crup se difundió por toda la casa, llenó la
atmósfera, penetró en los últimos resquicios y heló las entrañas de la pobre
madre.
Crup dijeron los ruidos misteriosos de la noche; crup decía el viento que soplaba sus lamentos por las rendijas de las puertas; crup repetían los cascos de los caballos que pasaban de tiempo en tiempo, arrastrando los pesados coches por las calles silenciosas; crup decían la péndola del reloj y el crujido de los muebles; crup, crup, murmuraba el roer de los ratones tras de los zócalos de las piezas; crup secreteaban las hojas de los árboles que se mecían en los patios; crup gritaban las veletas de los edificios vecinos, y hasta las estrellas que chispeaban en los cielos, mandando su luz temblorosa a través de los vidrios, ¡parecían encender sus cirios para velar el cuerpo de un ángel muerto de crup
Crup dijeron las aves que pasaban en bandadas y los aleteos de los pájaros en sus jaulas; crup pronunciaban las olas que chocaban en las costas; crup vociferaban los golpes en las puertas de los habitantes retardados; crup roncaban las voces de los ebrios en las calles, y crup, crup, preludiaban lo músicos ambulantes que buscaban un pan y un cobre martirizando sus instrumentos en la noche callada.
Crup dijeron los ruidos misteriosos de la noche; crup decía el viento que soplaba sus lamentos por las rendijas de las puertas; crup repetían los cascos de los caballos que pasaban de tiempo en tiempo, arrastrando los pesados coches por las calles silenciosas; crup decían la péndola del reloj y el crujido de los muebles; crup, crup, murmuraba el roer de los ratones tras de los zócalos de las piezas; crup secreteaban las hojas de los árboles que se mecían en los patios; crup gritaban las veletas de los edificios vecinos, y hasta las estrellas que chispeaban en los cielos, mandando su luz temblorosa a través de los vidrios, ¡parecían encender sus cirios para velar el cuerpo de un ángel muerto de crup
Crup dijeron las aves que pasaban en bandadas y los aleteos de los pájaros en sus jaulas; crup pronunciaban las olas que chocaban en las costas; crup vociferaban los golpes en las puertas de los habitantes retardados; crup roncaban las voces de los ebrios en las calles, y crup, crup, preludiaban lo músicos ambulantes que buscaban un pan y un cobre martirizando sus instrumentos en la noche callada.
……………….
Cuando todo en la naturaleza hubo dicho crup la madre de Tini dio un grito
estridente, desesperado, y saliendo de su cama se paró rígida en medio de la
habitación.
La casa se puso en movimiento, todos sus habitantes se levantaron y corrían desatinados de un lado a otro. Se mandó en busca del médico; éste llegó pronto y observó al niño con profunda atención, con mirada intensa, con imperturbable quietud. La madre buscaba adivinar en el semblante del doctor su pensamiento; pero éste se guardó bien de darle formas por temor de que sus aprensiones fueran traducidas; su fisonomía no dijo nada, su actitud dijo reserva; pero los latidos de su corazón se perturbaron más de un momento en su ritmo vitalicio.
La casa se puso en movimiento, todos sus habitantes se levantaron y corrían desatinados de un lado a otro. Se mandó en busca del médico; éste llegó pronto y observó al niño con profunda atención, con mirada intensa, con imperturbable quietud. La madre buscaba adivinar en el semblante del doctor su pensamiento; pero éste se guardó bien de darle formas por temor de que sus aprensiones fueran traducidas; su fisonomía no dijo nada, su actitud dijo reserva; pero los latidos de su corazón se perturbaron más de un momento en su ritmo vitalicio.
Tini miraba atónito la escena y con cariño
y curiosidad a su amigo el doctor.
Había en la cara del niño algo extraño; su expresión era entre seria y triste; no demostraba dolor, pero alejaba la idea de bienestar; alguna sombra rara, indecisa, alarmante, se paseaba por su rostro pálido.
Había en la cara del niño algo extraño; su expresión era entre seria y triste; no demostraba dolor, pero alejaba la idea de bienestar; alguna sombra rara, indecisa, alarmante, se paseaba por su rostro pálido.
La noche se pasó en zozobras y cuidados;
el niño dormitaba de tiempo en tiempo; el médico observaba los progresos del
mal y propinaba él mismo sus inciertos remedios. La tos ronca del pequeño
enfermo se repetía con más frecuencia; sus palabras, antes tan graciosas y
sonoras, salían oscuras y veladas de su garganta. "¡Mamá, -decía,
estirando sus bracitos redondos-, no me duele nada, no llores!" pero su
inquietud mostraba su mal y su respiración parecía un suspiro continuado. La
madre se ahogaba, los sirvientes lloraban, el luto y la tristeza se esparcía
por toda la casa.
…………………..
Al otro día un pequeño alivio se inició.
Tini pidió sus juguetes predilectos: su
tambor, su corderito, su polichinela y sus soldados. Pronto se cansó de
acariciarlos, sin embargo, y los empujó al borde de la cama como si le
incomodaran: sólo el polichinela, con sus platillos levantados, obtuvo el
privilegio de acostarse a su lado.
Más tarde la respiración se hizo anhelosa,
volvió la inquietud; hubo varios accesos ligeros de sofocación; el llanto
apareció de nuevo en todos los ojos, varios médicos examinaron a Tini y él
soportó con mansedumbre angelical aquellas molestas investigaciones. Después,
como quien pensara que todo era inútil, al ver acercarse a los médicos armados
de cuchara, instrumento al cual ya miraba con horror, se daba vuelta
desesperado y gritaba con voz ronca y lastimera: "¡Basta, mamá!"
El corazón de la madre se desgarraba, sus
lágrimas corrían a torrentes y con su mano temblorosa apartaba la del médico
que iba a martirizar a su hijo.
Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más cruelmente las entrañas de mujer alguna.
Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más cruelmente las entrañas de mujer alguna.
Se habló de peligro inminente, de remedios
heroicos y de operación; pero la confianza, esa tabla de salvación de todos los
infortunados de la tierra, había desaparecido de todos los pechos.
Las conversaciones se pararon, las
comunicaciones intelectuales no tuvieron ya otra expresión que la mirada, y los
ojos investigadores no hacían más que preguntas sin esperanza, ni obtenían más
que respuestas dolorosas.
A la noche siguiente, la operación fue
decidida.
……………..
El cuerpo de la madre, desarticulado y
deshecho fue arrancado de la habitación donde Tini tramitaba sus momentos de
vida.
¡Pobre Tini!
Con sus ojos abiertos desmesuradamente y
su rostro asombrado, fue colocado sobre una mesa con la cabeza echada hacia
atrás y el cuello tendido.
El doctor, sin mirar la cara de su tierno
mártir, pues no habría podido mirarla sin vacilar, hizo rápidamente una herida
en el sitio elegido... se oyó un estertor de agonía... -¡Muerto! -gritaron los
asistentes... la sangre corrió mansamente por los lados del cuello del niño...
los médicos silenciosos no se inquietaron; en la herida se colocó una cánula
por la que se proyectó con violencia un montón de sangre y de espuma. Tini
desesperado se sentó llevándose las manos al cuello: ¡quiso gritar y no pudo!
¡no tenía voz! Su mirada fue, sin embargo, más inteligente, respiró mejor y su
débil cuerpecito se extendió de nuevo sobre su lecho de tortura.
…………………………
Si hubiera palabras en algún idioma para
describir el momento en que la madre de Tini volvió a ver a su hijo operado, yo
intentaría bosquejar la escena, medir la duración de los abrazos infinitos,
contar las caricias imprudentes, desesperadas y dementes, numerar los besos,
recoger los suspiros y mostrar la tensión del llanto sujeto tras de los
párpados por la intensidad de sentimientos contradictorios.
Pero no hay tales palabras. La naturaleza
ha puesto la expresión de los inmensos dolores fuera del alcance del lenguaje
articulado, entregándosela a la música y a la pintura. Para sentir no basta
entender, es necesario oír y ver.
El padre de Tini se paseaba en las
habitaciones sin preguntar, sin hablar, sin escuchar, consumiéndose en el
incendio de su tormento interno.
……………………
Cuando se organizó la asistencia
consiguiente a la operación; cuando los médicos se retiraron; cuando la casa
continuó a su monotonía de dolores, las horas continuaron pasando, marcadas por
la indiferencia de los relojes y los conflictos de las curaciones.
El sueño había huido de todos los
cerebros; los practicantes que cuidaban al niño, caminaban cautelosamente por
la pieza: ¡el menor ruido era una sorpresa, la menor palabra un sobresalto!
La niñera de Tini, sentada a los pies de
la cama, ocultaba su rostro entre sus
manos y escondía su dolor anónimo y
menospreciado como todo pesar de sirviente. ¡Su Tini, su adorado Tini, no la
hablaba, no la veía, no le estiraba los brazos como lo hacía siempre!
El día pasaba silencioso y la noche
tristísima. La cabeza de Tini esparcía sus rulos de oro sobre la almohada
mojada, y su pobre cerebro, envenenado por la enfermedad, comenzaba ya a
enloquecerse y a mostrar a su conciencia desorientada, las fantasías del otro
mundo con los detalles de éste, mezclados, tergiversados, increíbles.
……………………………..
Cuando la aurora apuntaba, su luz
indecisa, gris primero, blanca después, pasaba por los postigos entreabiertos,
y advirtiendo a la lámpara que su tarea penosa de alumbrar durante la noche
había concluido, iba a herir la pupila del niño con sus caricias cristalinas y
sus besos transparentes.
Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, y sus rayos bañados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos presenciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.
Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, y sus rayos bañados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos presenciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.
¡Qué días y qué noches tan tristes se
pasaba en el lúgubre aposento! ¡qué horas tan largas y tan desiertas! El
silencio parecía el acompañamiento solemne del pesar que extendía sus alas
sombrías, y los ruidos inciertos, uno que otro crujido de muebles, alguna
ligera oscilación de las puertas sobre sus goznes, el estallido de una burbuja
de aceite en la pequeña lámpara o el choque repentino de algún insecto
atolondrado contra las paredes, eran interrupciones sin cadencia que tomaban
las proporciones atronadoras de una explosión en las soledades de aquel mar de
aflicciones.
Los espejos parecían meditar
melancólicamente sobre las imágenes deslustradas que reflejaban; los armarios
entreabiertos, dejaban ver en su fondo semi-oscuro, las ropas ajusticiadas,
cuyos cadáveres colgaban de las perchas; las cortinas diseñaban en los muros
figuras fantásticas, y las molduras y los adornos proyectaban sombras de caras
grotescas o de esfinges extrañas, sobre las cuales se fijaba con tenacidad la
imaginación apesadumbrada de las personas que hacían su guardia a la cabecera
de Tini.
…………………………..
Una mosca grande, impertinente, exótica,
desafiaba a veces las persecuciones más bien combinadas de los asistentes, y
con una insistencia digna de mejor propósito, daba vueltas zumbando alrededor
de todas las cabezas, inquietándolas con su aleteo sonoro y musical; de repente
se paraba, luego comenzaba de nuevo su prolija tarea; se alejaba, volvía, se
asentaba en un objeto, se levantaba y repetía su paseo circular modulando sus
óperas abstrusas, hasta que tomaba rumbo hacia una puerta y se escapaba
satisfecha, como si acabara de encantar a su auditorio.
La atmósfera del aposento quedaba cargada
con el bordoneo del insecto y parecía mantener en conserva algún mensaje
lamentable, dicho por una comadre mal intencionada.
Y luego continuaban los silencios y los
ruidos, las luces y las sombras, las caras y las esfinges, aterrorizando la
imaginación y girando lastimeramente en torno del niño enfermo.
¡Pobre Tini! Entre un letargo y otro
letargo él veía cambiarse los personajes de la escena: unos entraban, otros
salían, algunos permanecían estáticos y serios como senadores petrificados, o
bailaban contradanzas haciendo figuras al compás de una música que no se oía.
Los ruidos de las calles comenzaban luego
a amontonarse en la atmósfera y penetraban poco a poco hasta la cama de Tini,
solitarios primero, juntos y en tropel después, hasta que su número y su mezcla
producía un rumor uniforme, monótono, sin articulación ni timbre.
………………….
El farol del patio que había mirado con su
ojo amarillo durante toda la noche a través de las persianas el doliente
cuadro, urgido por la economía doméstica y la competencia insostenible de la
luz solar, se vio obligado a dejar de pestañear con su gas a medio foco, y sus
fajas penumbradas, que desde las paredes del cuarto acompañaban a los
veladores, se borraron de golpe, dejando en ellos la tristeza de una
innovación.
Y a la plácida aurora, y al sol naciente y
a los nublados de la tarde, sucedían: el crepúsculo, la oscuridad de la noche,
la semi-luz de las estrellas o la serena reflexión de la luna que con su cara
bruñida se levantaba lentamente hacia los cielos.
Las horas pasaban unas tras otras, con su
número de orden a la espalda, en series por docenas, marcadas como camisas de
gente metódica y llegándose al infinito las desgracias que sucedieron en ella,
sin dar vuelta jamás la cara, para mirar la mísera tarea de sus compañeras; las
horas pasaban prendidas las unas a los faldones de las otras, con su paso uniforme,
como soldados de teatro, sin pararse ni acabarse jamás.
La número seis o siete de la segunda
serie, que había visto esconderse el sol tras de los edificios, con su cara
roja como la de un enfermo de escarlatina, entraba en el cuarto de Tini
envuelta en el crepúsculo, a pedir que encendieran las luces y pusieran un
punto brillante en el vaso de aceite, donde iba a navegar toda la noche un
disco de porcelana con una mecha microscópica.
Los ojos de Tini, medio empañados ya, veían los círculos difusos de aquella luz clandestina que alargaba y acortaba sus rayos en un eterno juego sin consecuencia y sin destino.
Los ojos de Tini, medio empañados ya, veían los círculos difusos de aquella luz clandestina que alargaba y acortaba sus rayos en un eterno juego sin consecuencia y sin destino.
……………….
Los ruidos de la calle se hacían cada vez
más raros y se presentaban más separados. La voz de los vendedores se alejaba;
el fragor de los vehículos disminuía y sólo de tiempo en tiempo, un coche
apurado atronaba los aires raspando el pavimento.
Ruidos luces, olores, todo llegaba a Tini
como si viniera de otro mundo, y su cabeza desvanecida poblaba fantasías
increíbles ese cosmos de sensaciones.
Los médicos entraban, observaban,
conversaban, ordenaban y salían silenciosos.
Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tini. Su jovialidad había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se impresionaba ante aquella desolación inevitable.
Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tini. Su jovialidad había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se impresionaba ante aquella desolación inevitable.
-¡Doctor, mi hijo se muere! -le decía la
madre de Tini -"Se muere", repercutía como un eco en el pecho del
médico, pero sus labios no proferían una palabra.
………………
Tini ya no conocía, su cerebro preparaba
voluptuosidades de otro mundo; sus rulos continuaban esparcidos sobre la
almohada y sólo la cánula, sujeta a su garganta, daba indicios de vida,
roncando flemas y sosteniendo artificialmente una existencia que se extinguía.
Por fin sus manos comenzaron a enfriarse;
pequeñas esferitas de sudor helado brotaron en su rostro pálido, un movimiento
convulsivo pareció iniciarse; hubo un momento de quietud extrema... Tini hizo
un esfuerzo supremo para incorporarse: no pudo, abrió sus grandes ojos, miró
fijamente la luz de la lámpara, estiró los brazos hacia su mamá y los dejó caer
de nuevo; la cánula dio su último ronquido y...
………………………..
Las horas continuaron pasando con su
número de orden, marcadas como camisas de gente metódica!...
¡Es una felicidad morirse en la estación
de las flores! El cajón de Tini iba literalmente cubierto de ellas y la mano
callosa del sepulturero, deshizo más de una corona al tratar de llenar su
función municipal.
¡Y qué bueno es vivir en un pueblo donde
hay carruajes de todas clases y de todos precios; empresarios de diligencias,
de ómnibus y de coches fúnebres; de coches fúnebres sobre todo: para casados,
para solteros, para viejos y para niños!
¡Que gran ventaja poder llevar un buen
acompañamiento y que hasta los caballos y los vehículos se vistan de luto o se
adornen con penachos blancos! ¡Cómo retrata esto los sentimientos humanos! ¡Un
llamador con tules negros, un cuadro de Mefistófeles cubierto de merino, una
vela de estearina con corbata oscura, y hasta las teteras con capuchón de
duelo, son la expresión más seria del pesar por la pérdida de un deudo!
Las teteras principalmente, ¡qué té tan
amargo hacen cuando están de luto! Y si ustedes vieran con qué desgano comen su
limosna de pasto averiado los caballos de las cocherías cuando vuelven del
cementerio, comprenderían la aflicción que los oprime y se explicarían el
aspecto dolorido que ofrecen cuando cojean su trote de alquiler, balanceando
sus penachos por las calles y caminando sin ojos delante de un catafalco con
ruedas.
Y los cocheros sentimentales de los
acompañamientos, que han aprendido a afligirse por el fallecimiento de todos
los desconocidos, o por la tarea monótona de transportarlos por el mismo camino
y con el mismo paso, ¡qué pesar insólito manifiestan en sus sombreros abollados
y sus guantes de algodón, mientras metodizan su marcha, gestionando la última
cuenta de su patrón, tras del deudor que llevan a enterrar, junto con las
coronas de siemprevivas, marcadas con una calumnia de terciopelo negro que
dice: "¡eterno recuerdo!"
…………………………
Tini, ¿dónde estás? Cuando corre una
estrella por los cielos y cae para hundirse en los mares, ¿tú viajas en ella?
Cuando las hojas de los árboles de tu casa hablan en voz baja con el viento,
¿dicen algo de ti? Cuando mi corazón se oprime al ver un niño rubio como tú,
¿es tu mano pequeña la que me lo aprieta desde el otro mundo? Cuando se
evaporan las lágrimas que tu muerte ha hecho derramar sobre la tierra, ¿el
pesar que disuelven llega hasta ti? ¿Dónde estás, dime? ¿Habré de morirme para
verte?
……………………………
¡Pobre Tini! Las flores de su cajón se han
secado hace tiempo, las letras de su nombre se han carcomido, todo está viejo a
su lado, pero el sepulcro que tiene en el seno materno se conserva nuevo y
perfumado.
Su pelo está en muchos relicarios, su ropa
está guardada cuidadosamente y uno de sus botincitos extraviado que ha sido
descubierto en una cómoda antigua, un año después de no haber ya tal Tini sobre
la tierra, ha producido una escena conmovedora y dolorosa; la imaginación de la
madre lo ha llenado con el pie de Tini, y la niñera asegura que, al ver esa
reliquia, ha visto al mismo Tini con el botín amoldado, duro y torcido,
mostrando su dedo rosado por el agujero de la punta.
Sus juguetes yacen escondidos; el
polichinela se ha quedado en el fondo de un mueble con los brazos tiesos y los
platillos levantados; el tambor y los soldados están rotos y ¡ya ningún niño
jugará con ellos!
--------------------------------------------------------------------------------------------------------
El hombrecito del azulejo
Manuel Mujica Lainez
Los dos médicos cruzan el
zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus
levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio
Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las
manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor
Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que
pasar esta noche... Hay que esperar...
Y salen en silencio. A sus
amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital
del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan
ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el
primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos
de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin
ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna
enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el
comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa.
También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es
un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais,
y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux,
no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los
cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado
prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que
ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos
estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero
ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas
antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que
ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia
intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar
y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y
patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que
ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra
de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los
vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en
el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del
zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán
y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la
puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de
San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes
hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien
la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el
misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio
un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones
muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en
recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la
estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues
lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un
bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al
despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el
compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla
durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela,
recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la
medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien
comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas
van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a
jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el
brasero de la sala.
Pero ahora el niño está
enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la
Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde
su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la
lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña
fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe
Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos" ilustró
durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros
del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo
es.
Martinito estudia su traje
negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que
un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más
pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y
fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa.
El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran
ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar
quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con
los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún
bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su
amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá
cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para
mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo
ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto,
balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas
y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia
el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela
asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad
de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que
podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la
enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que
lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza
del caparazón.
La Muerte se hastía entre las
enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los
mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga
sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y
vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha
quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort...
A la Muerte le gusta,
súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una
casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a
poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con
vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran
Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas
Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel
en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo
esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el
lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la
Mort." Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más
ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los
reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que
los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las
sucesiones históricas.
-Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira
sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en
el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda
señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la
reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los
perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus
ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del
mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los
jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las
miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero
enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su
permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a
morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las
cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el
borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le
sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar
simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto
o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj.
Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que
comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la
divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa,
el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil
leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido
en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica.
"rue de Poitiers", y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este
azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error
a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos,
le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del
carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario
que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir
demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba;
el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta
la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego desaparece
corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos
bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en
punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y
a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres,
del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la
montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche
del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará
la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo
que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos,
armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, "bastante
diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay",
sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses,
con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de
sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas
con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos
partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor
de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores.
Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento
introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de
San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan
temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y
la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un
calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a
una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo
flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para
fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una
histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además... -prosigue el
hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito
tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave
feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha
comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro
minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca,
nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San
Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable
distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el
moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del
riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal,
descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán.
La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en
la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón,
espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean
los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y
desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura
que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo.
La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde
provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña.
Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que
hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes
regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan
del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los
ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano
y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se
han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos,
ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la
cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de
medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo
único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy
lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado
Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros
de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los
serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y
enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le
acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes
felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico
sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía,
a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa,
al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del
azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente.
Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin
hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando,
llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una
fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se
ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo
le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un
niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y
Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes,
cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada
oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a
quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a
la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los
muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces
aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto
trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado,
pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior,
presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno
de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos
tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un
enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que
también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario