Mil grullas
Elsa Bornemann
Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían
que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el
mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces,
en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y Toshiro no entendían muy
bien qué era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus
pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se habían desarrollado del
mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados y tristes,
compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa
diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en
torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas
partes.
Sin embargo, creían que el mundo era
nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah… y también se estaban descubriendo
uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la
caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus miradas levantaban murallas
y nadie más que ellos podían transitar ese imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas
frases. Pero Naomi sabía que quería a
ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba sin almorzar por darle a
ella la ración de batatas que había traído de su casa. Ninguno de los dos
buscaba las palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio…
-No tengo hambre —le mentía Toshiro,
cuando veía que la niña apenas si tenía dos o tres galletitas para pasar el
mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a corretear con sus compañeros hasta la
hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza de devorar la
ración.
Naomi… Poblaba el corazón de Toshiro.
Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas
de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan
lejos aún…
El futuro inmediato de aquella
primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y
anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras
veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los dos:
ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo significaba que tendrían
que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban
demasiado lejos una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían
entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había que esperar
pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó junio, y Toshiro arrancó contento
la hoja del almanaque…
Se fue julio, y Naomi arrancó contenta
la hoja del almanaque…
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin llegó
agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes
cuando Toshiro viajó, junto a sus padres, hacia la aldea de Miyashima. Iban a
pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas que veían apilarse
vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus
manos viejas seguían modelando la arcilla con la misma dedicación de otras
épocas, -Para cuando termine la guerra… —decía el abuelo—. Todo acaba algún
día… —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro sentía que la paz debía de ser
algo muy hermoso, porque los ojos de su madre parecían aclararse fugazmente
cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a él se le aclaraban los
suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó
inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni
casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de
puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación. ¡Qué
alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y el tres de agosto escribió,
trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se apaga
El verano
Pronto
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Enciendo
Lámpara y sonrisas.
Florecerán los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Corazón.
Después, achicó en rollitos ambos
papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la que escondía sus
pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y el cinco de agosto se lo
pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era tanta la ropa para remendar!
Sin embargo, esa tarea no le
disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego
entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para otras chicas. Cuando
cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas veintidós puntadas podía
sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así,
quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego de que finalizara enseguida
esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de su papá, el pedido de que
Toshiro no la olvidara nunca…
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes…
Ocho de la mañana del seis de agosto en
el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta el obi de su kimono y
recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
“Ahora”, Toshiro Pesca en la isla
mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo
sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan
botones y la bomba atómica surca por primera vez un cielo. El cielo de
Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina
extrañamente la ciudad.
En ella, una mamá amamanta a su hijo
por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última
vez.
Una docena de chicos canturrea:
“Donguri-Koro Koro- Donguri Ko…” por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos
habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por
última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven,
de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio
millón de seres humanos, se desintegran esa mañana. Y con ellos desaparecen
edificios, árboles, calles, animales, puentes y el pasado de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrán
volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir nuevamente la puerta de su
casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo
atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto
de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logró Toshiro
averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el
hospital ubicado en una localidad próxima a Hiroshima, como tantos otros
cientos de miles que también habían sobrevivido al horror, aunque el horror
estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una
mañana.
El invierno se insinuaba ya en el aire
y el muchacho no sabía si era frío exterior o su pensamiento lo que le hacía
tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada
junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue
pelusita oscura.
Sobre su mesa de luz, unas cuantas
grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro… —susurró. No
bien su amigo se paró, en silencio, al lado de su cama—. Nunca llegaré a plegar
las mil grullas que me hacen falta…
Mil grullas… o “Semba-Tsuru”, como se
dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó
las que se hallaban dispersas sobre la mesita. Sólo veinte. Después, las juntó
cuidadosamente antes de guardarlas en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi —le dijo
entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado dormida.
El muchachito salió del hospital, bebiéndose
las lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos
de Toshiro (en cuya casa se encontraban temporariamente alojados) entendieron
aquella noche el porqué de la misteriosa desaparición de casi todos los papeles
que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diario, pedazos de papel para
envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros parecían haberse esfumado
mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos los mayores se durmieron,
sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus
primos, Toshiro velaba entre las sombras. Esperó hasta que tuvo la certeza de
que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se incorporó con sigilo y
abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua,
extrajo la pila de papeles que había recolectado en secreto y volvió a su
lecho.
La tijera la llevaba oculta entre sus
ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de
aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos ochenta cuadraditos y luego
los plegó, uno por uno hasta completar las mil grullas que ansiaba Naomi, tras
sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía, el muchacho se encontraba
pasando hilos a través de las siluetas de papel. Separó en grupos de diez las
frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo,
suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón
temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de su furoshiki y partió rumbo
al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única vez, tomó sin
pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había tiempo que perder. Imposible
recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros que lo separaban del
hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora —le
dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la enorme sala en uno de cuyos
extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo quiero colgar
estas grullas sobre su lecho, Por favor…
Ningún gesto denunció la emoción de la
enfermera cuando el chico le mostró las avecitas de papel. Con la misma
aparentemente impasibilidad con que momentos antes le había cerrado el paso, se
hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito,
Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para
alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un rato estaban las mil grullas
pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente sujetos con
alfileres.
Fue al bajarse de su improvisada
escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba observando. Tenía la cabecita
echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Tosí-can… Gracias…
-Hay mil. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el
muchacho abandonó la sala sin darse vuelta.
En la luminosidad del mediodía que
ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas empezaron a balancearse impulsadas
por el viento que la enfermera también dejó colar, al entreabrir por unos
instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un
ángel a la intemperie frente a la impiedad de los adultos. ¿Cómo podían mil
frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su sangre?
Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos
años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos y es gerente de sucursal
de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es,
ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por qué, entre el aluvión de
papeles con importantes informes y mensajes telegráficos que habitualmente se
juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas de origami
dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero
en algún momento en que nadie consigue sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se
descubren las cifras de las máquinas de calcular.
Grullas surgidas de servilletas con
impresos de los más sofisticados restaurantes…
Grullas y más grullas. Y los empleados
comentan, divertidos, que el gerente debe de creer en aquella superstición
japonesa.
-Algún día completará las mil…
—cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a colgarlas sobre su
escritorio?
Ninguno sospechaba, siquiera, la
entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida Hiroshima de su
niñez. Con su perdido amor primero.
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